Escribí este artículo más de rodillas que sobre mi escritorio. Comenzó con apuntes de mi oración mental de este último año.
LeerMonseñor John Cihak, S.T.D. (sacerdote de la arquidiócesis de Portland, Oregon, que trabaja en el Vaticano. Ayudó a comenzar los campamentos llamados Quo Vadis para preparatorias, en los que promueve el discernimiento sobre el sacerdocio en diversas diócesis de Estados Unidos. Ha trabajado como encargado de parroquia y en la formación del seminario).
Introducción
Escribí este artículo más de rodillas que sobre mi escritorio. Comenzó con apuntes de mi oración mental de este último año. Cuando finalmente me senté a unirlas y formar un todo coherente, tenía un montón de notas post-it y garabatos en las últimas páginas de mi Magnificat – una colección de mis propios pensamientos. Este artículo se titula, «El papel de la Virgen María en el amor esponsal y paternal del sacerdote célibe». [2] En las páginas siguientes les hablaré de cómo la Virgen tiene un papel fundamental e imprescindible en el desarrollo de la masculinidad del sacerdote, sobre todo en su dimensión esponsal y paternal, y la manera de vivir la masculinidad en el amor célibe. [3] En otras palabras, quiero mostrar cómo la Virgen ayuda a que el sacerdote, siendo célibe, llegue a convertirse en esposo y padre, y así llegue a la plenitud como hombre.
Los desafíos recientes y su condición perenne
Ofrezco esta reflexión en el aquí y ahora de la Iglesia católica del siglo 21 en América, institucionalmente todavía aturdida, sospecho, sobre las revelaciones de la mala conducta clerical que nos han avergonzado, exponiéndonos a la burla y escarnio, y haciéndonos un llamamiento a la responsabilidad. Sin embargo, fácilmente se pasa por alto la dimensión del desafío reciente que hemos enfrentado con la salida del ministerio activo de los que son llamados «los sacerdotes JPII» (los sacerdotes de Juan Pablo II). Después de que pensamos que los años 60s, 70s y 80s habían terminado, hemos tenido una repetición desalentadora de desgaste de los sacerdotes del ministerio activo. He conocido a varios de ellos, que han intentado casarse, o han sufrido problemas de alcohol y drogas. Estos no son los sacerdotes disidentes. Estos «sacerdotes JPII» están comprometidos con la Iglesia y el sacerdocio y abrazan la fe ortodoxa y la disciplina de la Iglesia, como el celibato clerical.
¿Por qué sucede esto? Una respuesta obvia es que la ortodoxia intelectual, si bien es necesaria, no es suficiente para la perseverancia en el sacerdocio en estos tiempos. Otra respuesta obvia es poner mucha culpa a la cultura y al estado de la vida familiar. Muchos de estos hombres que han venido sin amarras en sus vocaciones han sufrido los efectos de la cultura del divorcio, el abuso, el materialismo y la libertad sexual. Una tercera respuesta es el ejemplo deplorable dado por sus propios padres a muchos hombres, que enseñan a través de su propio comportamiento que ser hombre significa la conquista sexual. Un hombre, desde este punto de vista, no tiene que asumir la responsabilidad de sus acciones, ni le rinde cuentas a nadie. Los jóvenes que vienen a prepararse para el sacerdocio llegan con muchas más fracturas que en generaciones anteriores en el campo de sus relaciones con los otros. Creo que estas respuestas son verdaderas, pero no lo suficientemente profundas.
Tal vez el ver de modo sutil la deserción del considerado «sacerdote JPII», es un ejemplo reciente de la lucha perenne que lleva el sacerdote célibe en su afectividad y las relaciones con otros, en su corazón y muy especialmente en su amor esponsal y paternal. En pocas palabras, ¿cómo se supone que todos esos deseos naturales – incluidos los deseos eróticos – de ser un esposo y padre, funcionan en la promesa libre al celibato del sacerdote? La respuesta que algunos ex-sacerdotes en la década de 1970 ofrecieron fue que esos deseos no tenían cabida en el celibato y por lo tanto, la disciplina del celibato debería de cambiar. El argumento era que la disciplina del celibato impide que un hombre se desarrolle plenamente como hombre. Cuando se dieron cuenta de que la Iglesia no cambiaría su disciplina, se fueron. Pero esta respuesta es demasiado superficial para el profundo misterio del sacerdocio célibe. Sin embargo, este enfrentamiento se siente profundamente en el corazón de un hombre llamado al celibato en el sacerdocio. El desfase no aparece en la alineación del intelecto con la verdad sobre el celibato sacerdotal, sino en cómo esta verdad del celibato sacerdotal se encarna en el corazón del sacerdote y en sus relaciones como hombre.
El Papa Benedicto nos ha dado una respuesta tentativa inicial sobre cómo resolver este desafío en Deus caritas est, en su tratamiento de la relación entre eros y ágape y la transformación del eros desordenado en un eros que proporciona la vitalidad para el amor ágape. [4] En el caso del sacerdote célibe, es la transformación de su eros desordenado a un amor verdaderamente esponsal y paternal, que se expresa en su amor de ágape como célibe.
¿Puede suceder esto? Creo que todos diríamos que sí. Pero, ¿cómo sucede esto? No hay una respuesta automática, y hay muchos peligros potenciales. El hacer carrera, las relaciones ilícitas, el alcoholismo, abuso de drogas, vacaciones exóticas, diversas colecciones, la pornografía y el encontrar refugio en la televisión y el Internet, son formas simplemente inadecuadas de lidiar con un misterio que se encuentra, yo diría, en el corazón mismo del sacerdocio y que vamos a explorar en un momento. Debido a nuestra naturaleza caída, hay necesidad de una sanación profunda del eros en el corazón de cada hombre. En mi opinión creo que apenas estamos viendo cómo solucionar este reto en nuestros programas de formación humana y espiritual, y literalmente, sólo estamos empezando a entrar en el corazón de la cuestión. Yo propongo que la Virgen tiene un papel indispensable en la transformación de la masculinidad del sacerdote, y la base de todo lo que se dice en este artículo radica en la importante labor de Juan Pablo II en su Teología del Cuerpo y de Benedicto XVI en Deus caritas est .
Los Cuatro Grandes Dimensiones de la masculinidad sacerdotal y el complemento femenino
Ser hombre implica un conjunto de cuatro relaciones básicas, que comprenden las cuatro dimensiones básicas de su masculinidad. A través de estas cuatro relaciones básicas el hombre se desarrolla, madura y logra su realización como hombre. Cada dimensión es importante para llegar a desarrollar un hombre íntegro y así poder llegar a ser un sacerdote santo y eficaz. Como enseñó el Papa Juan Pablo II, la personalidad humana del sacerdote está en el corazón de un sacerdocio fecundo, es el puente humano entre los demás con Jesucristo. [5]
Estas cuatro dimensiones relacionales de la masculinidad son hijo, hermano, esposo y padre. Las dos primeras dimensiones (hijo y hermano) son preparativos necesarios para la virilidad y las últimas dos (marido y padre) lograr el cumplimiento de la misma. En otras palabras, el hombre tiene que ser un buen hijo, un buen hermano, después, un buen marido y un buen padre para convertirse en un hombre de bien y alcanzar su plenitud como hombre. Las cuatro dimensiones juntas, sin dejar ninguna detrás, son necesarias para alcanzar al hombre perfecto. Para ser un buen padre, primero el hombre tiene que ser un buen hijo, si es posible, con su padre terrenal, y seguramente con su Padre celestial, con quien debe vivir en una relación de filiación divina. Cada relación, sin embargo, trae su propia peculiaridad y enfoque. Sabemos también que en este mundo roto, no todos los hombres tienen relaciones sanas con sus padres y hermanos. Sin embargo, se puede hablar de estas dimensiones, aunque no siempre funcionen bien en esta vida. Habría mucho que decir acerca de cada dimensión, pero para el cometido de nuestro análisis nos centraremos en las dos dimensiones que vive el sacerdote célibe, mencionadas al final.
De acuerdo con la antropología teológica revelada en la Sagrada Escritura (Gen.. 1-3, Mt. 19:3-12, Ef. 5:21-33), especialmente como la interpreta y desarrolla Juan Pablo II, en el hombre, la relación con la mujer es un elemento esencial e indispensable. Ellos son iguales en dignidad, ambos hechos a imagen y semejanza de Dios, y complementarios en la misión. Siendo hechos a imagen de Dios, ambos fueron hechos para el amor de donación. Sólo Dios satisface al hombre, sin embargo, el Señor ha querido que esta satisfacción o realización suceda a través de la relación del hombre con la mujer. [6] Es decir, el hombre no puede alcanzar la perfección como hombre, sin la ayuda de la mujer y viceversa. La soledad de Adán (Gen 2:20) le enseñó que no podía alcanzar la plenitud por sí mismo, también podríamos decir que no puede hacerlo en relación sólo con otros hombres. De la misma manera la mujer no puede alcanzar su realización sola o sólo con otras mujeres, sino sólo a través de la relación complementaria con el hombre.
Un corolario de esta verdad de la complementariedad hombre-mujer es que debemos rechazar falsas antropologías frecuentemente implícitas en las ciencias psicológicas (y que a veces salen a la superficie en nuestros programas de formación humana), sobre todo la idea de Freud de que toda persona humana es bi-sexual, hermafrodita, conteniendo a la vez lo femenino y lo masculino dentro de sí mismo. Esta idea, que Freud nunca corrobora pero considera parte de su «metapsicología» (un supuesto mítico), se perpetúa hoy en día por los movimientos homosexuales y transexuales en este país. La revelación bíblica e incluso el ADN dicen lo contrario. Un hombre es el hombre a partir de ser imagen de Dios, hasta llegar a sus mismos cromosomas, una mujer es mujer a partir de ser imagen de Dios hasta llegar a sus propios cromosomas. La verdad es que los seres humanos fueron hechos para la relación, hechos para salir de sí mismos y desarrollarse como un hombre o una mujer, a través de la complementariedad que se encuentra fuera de sí mismos. El hombre y la mujer fueron hechos uno para el otro para que cada uno ayude al otro a alcanzar su plenitud en su naturaleza. Por lo tanto el ideal de cualquier sanación psicológica no es tratar de recuperar algo de la existencia primordial monádica, o hermafrodita, sino lanzarse a uno mismo hacia adelante, fuera de uno mismo en el amor, y esto sólo puede suceder en las relaciones – las del hombre y la mujer con Dios, y las del hombre y la mujer uno con el otro.
A través de esta relación esencial y complementaria con la mujer, un hombre en el orden natural puede crecer en sus cuatro dimensiones como hijo, hermano, esposo y padre con el fin de alcanzar la plena madurez. Un hijo tiene una madre, un hermano con suerte tiene hermanos, un marido tiene una esposa y juntos se convierten en padre y madre. En el orden de la naturaleza, podemos comenzar a ver la importancia de la mujer en el desarrollo del sacerdote como un hombre: su madre y sus hermanas ayudan a llevarlo a la madurez como un buen hijo y hermano. La relación de un hombre con su madre comienza en el útero donde, como hijo comienza a estar en sintonía con su madre, su corazón, sus procesos corporales, sus movimientos, sus emociones, podríamos decir incluso su alma. En la infancia, es de esperar, en algún momento que la sonrisa de la madre despierte su autoconciencia. Su sonrisa, entretejida de su amor femenino, le da la conciencia de que es una persona única. La belleza, la bondad y la verdad manifestada en la sonrisa de la madre despierta en el niño una conciencia de la belleza, la bondad y la verdad del mundo, y por analogía, de Dios. [7]
Psiquiatría y neurobiología describen esto como un proceso de «apego seguro (sano)», una sintonización sutil entre la madre y el niño, que es esencial para el desarrollo normal del cerebro, el desarrollo psicológico, así como el desarrollo espiritual, sobre todo en los primeros cinco años de vida que son cruciales. Esta relación continúa en la infancia donde el niño sigue aprendiendo cómo ser un hijo y, finalmente, un hermano. En todo esto, el desarrollo del rol de la madre (y hermanas ‘) no es el de ser un objeto para ser utilizado, ni el de ser sobreprotectora o cultivar un afecto “femenino” en su hijo. Todo esto sería un colapso de la complementariedad masculino-femenina. El hijo o hermano sano no se identifica con la madre o hermana de tal forma que imita su feminidad (por ejemplo, cuando él mismo imita características afeminadas), sino que se refiere a ella como un verdadero «otro» con el que, en su masculinidad, puede relacionarse a través de un proceso de complementariedad, de amor de donación.
La relación del hombre con su madre es una relación primordial a partir de la cual crece en todas sus demás relaciones con mujeres. Por supuesto, si tiene a su padre y a sus hermanos, ellos tienen un papel esencial, sobre todo en la forma en que su padre trata a su madre. En su padre, un hombre encuentra la respuesta masculina primaria de complementariedad femenina; esperando que el padre lo confirme: acariciando a su esposa, amándola, y entregándose a ella. Una madre también prepara a su hijo para su esposa.
En el matrimonio, la esposa de un hombre lo cambia. Él practica entregarse con amor a ella. Se deja determinar por ella. Él debe sintonizarse con ella, y ella atrae su corazón y ayuda a desarrollar su eros en amor ágape. Como hombre, él desea protegerla, proveer para ella, darle hijos, hacer cosas maravillosas para ella, cuidarla y derramar su afecto en ella. Por supuesto, esto describe algo ideal, y no pasa en el matrimonio automáticamente. Pero el lector puede ver lo que quiero decir.
El papel de la Santísima Virgen María para que el sacerdote célibe se realice como Esposo y Padre.
En la vida de gracia, comprendemos inmediatamente el papel de Nuestra Señora para ayudar al hombre a que sea un buen hijo. Siendo el arquetipo de la Iglesia Madre, ella lo da a luz y lo nutre a través de la gracia. Ella juega un papel femenino esencial en guiarlo a relacionarse con el Padre, con su Hijo Encarnado y con el Espíritu Santo. Ella enseña a sus hijos acerca de la esperanza, la entrega, y la aceptación de la propia debilidad y pobreza sin odiarse a sí mismos. Ella cultiva en sus hijos el espíritu de ser como niños. ¿Pero qué hay de las últimas dos dimensiones del sacerdote célibe? En el orden natural, la esposa del hombre es quien lo ayuda a convertirse en esposo y en padre. Yo sugiero que en el orden de la gracia, la Santísima Virgen María es quien asume este papel de un modo muy sutil pero real.
Cuando se trata de desarrollar la dimensión esponsal y paternal de su masculinidad, no podemos dejar de ver al Freudiano en la audiencia que alzará su mano objetando la idea de que la Santísima Virgen María ayuda a lograr la realización del sacerdote célibe como esposo y como padre, diciendo que está simplemente llena del complejo de Edipo. Creo que nuestra respuesta a esta objeción comienza con la distinción entre la Santísima Virgen María y la Iglesia; ella es una clase de Iglesia, de hecho, es el arquetipo de la Iglesia. María no es la esposa de la Iglesia, como el sacerdote célibe lo es. Nuestra Señora es la esposa del Espíritu Santo, no su Hijo Encarnado. No hay nada relacionado con Edipo que esté ocurriendo aquí si entendemos las relaciones correctamente, y las entendemos en términos simbólicos y espirituales y no de un modo crudo, literal. Por otra parte, no podemos olvidar que la forma concreta del amor esponsal del sacerdote es el amor célibe.
Con esta distinción, permítanme ser un poco provocativo. Nuestra Señora misma, de un modo muy concreto, lleva al sacerdote célibe a su matrimonio espiritual con la Iglesia y a su paternidad espiritual, participando en la relación esponsal de Cristo con la Iglesia. Ella lo compromete profundamente con su corazón masculino, aún en su eros, a través de su amor femenino para lograr esta transformación en su sacerdote de un eros desordenado a un eros ordenado y a un ágape célibe.
El Misterio Central: La Cruz
Este compromiso complementario del amor femenino de la Santísima Virgen María con el amor masculino del sacerdote sucede dentro del misterio central del sacerdocio: la Cruz, y específicamente en la escena de Nuestra Señora y San Juan al pie de la Cruz. Imagina la escena: ahí está Nuestro Señor clavado en la Cruz, ensangrentado y roto en Su pasión. Al pie de la Cruz, encontramos a Nuestra Señora y al único sacerdote que permaneció con Nuestro Señor eis telos (Jn. 13:1), San Juan. La Santísima Virgen María está en agonía total; tanto ella como Su sacerdote, están siendo arrastrados interiormente a Su crucifixión.
Hay tanto silencio en torno a este misterio. Básicamente sólo se nos dan los datos geográficos de la escena. Jesús es quien pone todo en movimiento con su mirada: “Cuando Jesús vio a su madre, y al discípulo a quien Él amaba que estaba allí cerca, él dijo…” (Jn. 19:26). Comienza con la mirada de Nuestro Señor viendo a Su Madre y a Su sacerdote. Ninguna de las palabras del Señor en los Evangelios son superfluas, especialmente las pronunciadas desde la Cruz. Por tanto, estas palabras desde la Cruz son unas de las palabras más importantes pronunciadas a Nuestra Señora y a uno de Sus primeros sacerdotes.
Ella escucha, “Mujer, he ahí a tu hijo” (Jn. 19:26). Él la llama “Mujer”, no “Mamá”. Siente el distanciamiento. Estas palabras debieron de haber sido especialmente dolorosas para ella. Como madre, todo lo que quiere es estar cerca de Él e incluso morir con él de modo que pueda estar cerca de Él. “Mujer” la aísla de Él. El la rechaza, no por crueldad, sino para que pueda convertirse en la Nueva Eva, la madre de todos los que vivirán eternamente. Su agonía son los dolores de parto para dar a luz a la Iglesia. Aquí la distinción entre Nuestra Señora y la Iglesia, de la cual nunca debería de haber separación, es tal vez un poco más pronunciada. Aquí ella está dando a luz a la Iglesia, actuando como la Madre de la Iglesia, a través de su agonía interior.
San Juan está a su lado. No es coincidencia que un sacerdote de la nueva alianza se sitúe en la Cruz con Jesus. San Juan también está experimentando su propia crucifixión interior, siendo conformado como sacerdote en la Cruz del eterno y sumo Sacerdote. Tal vez podemos percibir la impotencia de San Juan. No hay peor sentimiento para un hombre que el de la impotencia. ¿Qué palabras podía pronunciar viéndola en tal agonía? La espada que atraviesa el Corazón Inmaculado atraviesa su corazón sacerdotal también. Esto no es un precio heroico a la victoria. Es obscuridad, desamparo, una noche obscura; es toda la incongruencia desordenada de la colisión entre amor y pecado. Se siente como y es la muerte.
“Entonces Jesús le dice a su discípulo, ¡He aquí a tu madre!” (Jn. 19:27). En este momento, Jesús le pide al Apóstol en lo más profundo de su dolor sintonizar con ella. Como sacerdote debe decidir ponerla primero, sintonizarse con su corazón. Él debe poner su sufrimiento antes que el propio. Me imagino a San Juan, volteando a ver a Nuestra Señora, y mirándola con gran ternura y reverencia. Jesús manda Su orden a lo profundo del corazón de su sacerdote , “Mírala… recíbela… cuídala.” Como hombre debe sentirse inútil e inadecuado, pero en este momento le ha sido dada una tarea masculina. A San Juan le es ordenado que cuide de ella, para consolarla, sostenerla, protegerla porque está muy sola y vulnerable en ese momento. Tal orden resonará profundamente en el corazón de este hombre: él debe mirar más allá de su propio dolor y adaptarse a ella, y dejar que surja dentro de él lo mejor de ser hombre en un gran acto de célibe ágape. Su opción de estar atento a su dolor lo lleva a entrar en el umbral de su amor esponsal y paternidad como un célibe, como la Iglesia está a punto de nacer.
Me gusta meditar en esa escena, contemplando cómo los ojos de Nuestra Señora y de San Juan se encuentran en su agonía mutua. Ninguno de los dos parece tener ya más a Jesús. En ese momento, ella necesita a San Juan; ella también le permite ayudarla. Ella está tan sola en ese momento. Ella que es la “sin-pecado” permite a su gran pobreza de espíritu necesitar a este hombre y sacerdote que está parado junto a ella. Su complementariedad femenina saca lo mejor del corazón masculino de San Juan. La necesidad de este apoyo y protección la debe de haber conectado a algo profundo dentro de él como hombre. ¿Cómo la ayuda él? San Juan dice que entonces se la llevó “a su propia” (en Griego, eis ta idia). ¿Qué significa esto? “Su casa”, como se lee en muchas traducciones? ¿“Sus cosas”? ¿Qué hay de “todo lo que él es”? Tal vez indica que él se la lleva a vida como sacerdote.
Ella lo está apoyando también a él. Él está dependiendo de ella en ese momento porque él también está muy solo. Me pregunto si se sintió abandonado por los otros apóstoles. Ella guía el camino sacrificándose, porque su corazón femenino es más receptivo y está más en sintonía con el de Jesús. Ella no sólo está presente sino que conduce al camino para él, ayudando al sacerdote a tener también su propio corazón traspasado. Hay mucho que reflexionar aquí cuando ella atrae su amor masculino. Él se entrega a ella, para apreciarla y consolarla. En este momento ella lo necesita y lo necesita fuerte, aunque ella sea la que en realidad lo sostiene a él.
El papel de la Santísima Virgen María es el de sacar del corazón del sacerdote este amor ágape para ayudarlo a convertirse en un esposo para la Iglesia y un padre espiritual – un padre fuerte, aún en su debilidad. Ella hace esto en la Cruz, sacando al sacerdote de su propio dolor para ofrecer un amor puro masculino, en medio de su (de ella) propio amor puro y femenino. Esta escena se convierte en un icono de la relación entre el sacerdote y la Iglesia. El sacerdote se entrega a la Iglesia en su sufrimiento y necesidad – para que su vida sea moldeada por ella. Al pie de la cruz la Iglesia agoniza en dolores de parto para dar a luz a los miembros del cuerpo místico. Me llama la atención el siguiente versículo en este pasaje del evangelio de San Juan: “Después de esto, sabiendo Jesús que ya todo estaba consumado, dijo… “Tengo Sed”(Jn.19:28). Fue después de este intercambio de amor al pie de la Cruz que “todo estuvo acabado”.
San Carlos Borromeo solía dar conferencias a sus sacerdotes cuando era Arzobispo de Milán. En las líneas introductorias de la conferencia que dirigió a su sínodo diocesano el 20 de abril, 1584, él señala la conexión entre, y la mujer del fin del mundo en el Apocalipsis y Raquel en el Génesis, y la Iglesia:
Ella estaba embarazada y gritaba con dolores de quien da a luz, en un angustioso parto”. (Rev12:2)… ¡O qué dolor, O qué lamento de la Santa Iglesia! Ella grita con oraciones en la presencia de Dios, y en tu presencia a través de mi boca, pronuncia palabras divinas para ti. Me parece estar oyéndola decir a su prometido, Nuestro Señor Jesucristo, lo que Raquel antes había dicho a su esposo Jacob: “Dame hijos o me moriré” (Gen30:1).Estoy realmente deseosa del que va a nacer. Más aún, me da miedo esta esterilidad: entonces a menos que ustedes [¡sacerdotes!] vengan a Cristo y me den muchos hijos, estoy precisamente en este momento a punto de morir. [8]
La implicación de las palabras de San Carlos es que la Santa Madre Iglesia reclama hijos a su Esposo Divino, y al sacerdote, quien participa en la relación esponsal de Cristo. Es en la cruz donde el sacerdote en el aguijón de su celibato se convierte en un esposo para la Iglesia y en un padre espiritual. Para el sacerdote célibe, la Cruz en el lecho nupcial, del mismo modo que lo fue para Nuestro Señor.
Es a través del intercambio de amor entre Nuestra Señora y San Juan al pie de la Cruz cuando el mismo eros caído del sacerdote comienza a curarse y transformarse en la imagen del amor célibe del sacerdote que Jesús revela en la cruz. Nosotros los sacerdotes nos metemos en problemas cuando huimos de este misterio o nos negamos a entrar en él. El único amor fecundo es el amor que brota de la cruz. Por esta razón el amor sacerdotal y esponsal del sacerdote célibe debe ser mayor – no menor – y tiene el potencial de convertirse en sobreabundante porque es muy sacrificado. Sin ánimo de ofender a mis hermanos de las Iglesias Orientales que están casados, pero creo que ellos estarán de acuerdo en que hay una primacía escatológica y hasta ontológica del celibato en el sacerdocio. Esto no es afirmar que tengan una primacía moral, ya que prometer celibato no es garantía de que un sacerdote célibe lo vivirá bien o en plenitud. Sólo en la medida en que el sacerdote célibe se permita adentrarse en el misterio del Calvario con la Santísima Virgen María podrá alcanzar la llamada sublime al amor célibe y esponsal, y a la paternidad espiritual.
Cuando estaba recién ordenado y oía a otros sacerdotes quejarse acerca de la soledad en el sacerdocio, debo confesar que yo pensé que se debía a la falta de buenas relaciones o de una buena vida de oración. Y por supuesto, para algunos esto era cierto. A veces estamos solos porque no tenemos amistades buenas y profundas con los demás, especialmente con otros sacerdotes, o simplemente porque no oramos. De cualquier forma, después de 10 años como sacerdote he llegado a una conclusión más realista. Hay una soledad esencial que se siente en el sacerdocio porque hay una soledad esencial en la Cruz, la Cruz que permanece en el centro mismo del sacerdocio. Nosotros los sacerdotes sentimos especialmente el aguijón del celibato, y es comprensible que luchemos por llegar a un término con él. Sabemos de la terrible soledad que nos golpea, la frialdad al regresar a la rectoría – ciertamente exhausto y cansado de la gente – pero solo porque parece que no hay nadie con quien compartir o que comprenda nuestros corazones. Un pensamiento pío sería rezar, pero la oración en esos momentos bien puede parecer seca y desagradable.
Esto no está dando paso al amor propio. Es simplemente ser hombre. Hay algo en lo profundo de nosotros que anhela el consuelo y entendimiento de una mujer, y el anhelo de consolar y comprender a una mujer única y de generar una vida con ella. Unos tratan de adormecer este anhelo tratando de hacer carrera dentro de la Iglesia, a través de la comida, la droga, el alcohol, relaciones ilícitas, pornografía; probablemente las formas más comunes de anestesiarse son a través de la televisión o el internet. Tampoco esto es para sugerir que “la vida es dura, así que supéralo”. Más bien, es una invitación al sacerdote célibe a entrar de modo más profundo precisamente dentro del misterio de cuidar a la Iglesia al pie de la Cruz y llegar a unirse a ella. El sacerdote debe luchar por aceptar ser co-crucificado con Jesús y adentrarse en la compasión de Nuestra Señora. Ella por su parte viene a auxiliar al sacerdote sacando su masculinidad como esposo y como padre para ayudar a que esta unión con la Iglesia se dé – no en una unión sexual sino a través de la crucifixión, muriendo por ella. El sacerdote, en su soledad, llega a sintonizarse con la soledad de la Iglesia en este mundo.
Nuestra línea de pensamiento nos lleva a considerar el gozo de la Cruz. La transformación del sacerdote a través de consolar a la Madre de Dios en la Cruz, no sólo le lleva a su amor esponsal y paternal, sino también transforma toda su noción de alegría. Desde su revalorización por la Cruz, la alegría cristiana es más una condición espiritual que un estado emocional pasajero. La alegría no se encuentra en la falta de sufrimiento ni en el otro lado del sufrimiento sino en un amor que es entrega. De este modo, la alegría puede brotar clara y directamente del sufrimiento. Esta es una alegría como fruto del Espíritu Santo y por lo tanto algo indestructible, algo que el mundo no puede dar.
Ayudando al seminarista o sacerdote a abrazar el Misterio
¿Cómo ayudamos a nuestros seminaristas y sacerdotes a entrar en este profundo misterio del desarrollo de su masculinidad como sacerdotes célibes?
Creo que necesitamos continuar desligando nuestros programas formativos humanos y espirituales de la estrechez de una perspectiva demasiado psicológica. Las ciencias psicológicas son importantes y necesarias, pero la formación humana y espiritual es más amplia de lo que la psicología puede medir. Debemos tener en mente que los enfoques psicológicos, cuando se apartan de la fisiología del cuerpo humano, pasan a ámbitos filosóficos y teológicos. Como observa el Dr. Paul Vitz, cada teoría psicológica, sea o no reconocida, es una filosofía de vida aplicada. [9] La formación humana debe ser fundada en una antropología filosófica y teológica sana.
Aún no he encontrado una antropología más sólida que la de Santo Tomás, especialmente como lo interpreta Juan Pablo II. Añadiría pensamientos de escolásticos que siguen una línea de pensamiento agustiniano, como el Papa Benedicto XVI y Hans Urs von Balthasar. Creo que en un programa de formación humana para sacerdotes debe sacarse de lo mejor entre nuestra teología espiritual, especialmente la teología ascética de San Juan Climaco, Don Lorenzo Scupoli y San Francisco de Sales. [10] Estos tesoros de la tradición hacen buena resonancia con las excelentes investigaciones que han brotado en las áreas de neurobiología, biología social y el desarrollo del cerebro. [11] Tal vez las cuatro dimensiones de la masculinidad relacional puedan darnos un marco inicial.
Es desde esta perspectiva más amplia, donde entra en juego el importante trabajo de las ciencias psicológicas. Como formadores buscamos ayudar a hombres a convertirse en mejores hijos, hermanos, esposos y padres. A veces se despierta la necesidad de una intervención terapéutica para sanar una relación herida con el padre y la madre y para desarrollar apegos seguros para que la persona sea capaz de un amor ágape. Dichas intervenciones deben hacerse por terapistas que aprecian y entienden la antropología filosófica y teológica en totalidad, y que capta la misión y vocación del sacerdote, que es única.
También es importante integrar en nuestros programas formativos, insisto, una afectividad masculina tanto en los formadores como en los seminaristas. Creo que cualquiera que ha crecido en una familia semi-normal tiene alguna idea de lo que es el afecto masculino. No importa cómo haya sido la vida de familia de alguien, se puede entrever mucho material bueno de los santos hombres de las Escrituras, incluyendo a David, Jeremías, Ezequiel, San Juan Bautista, San José, San Pedro, San Juan, San Pablo, y los santos en general, especialmente de los sacerdotes santos. Creo que hay mucho de las vidas de San Francisco de Sales y San Juan María Vianey que pueden dar ejemplo a los seminaristas y sacerdotes de una masculinidad sacerdotal y de cómo se lleva a cabo concretamente en una vida diocesana.
No es políticamente correcto, incluso en algunos círculos eclesiales, seguir la mente de la Iglesia en cuanto a la atracción al mismo sexo como lo habla la Congregación para la Educación en 2005. [12] La dificultad sale precisamente cuando comenzamos a hablar sobre el amor esponsal y paternal del sacerdote. Todos parecen estar de acuerdo con el concepto del sacerdote como hijo o hermano, pero al hablar del sacerdote como esposo y padre, habrá resistencia en algunos círculos. Sin embargo, en Pastores Dabo Vobis se habla repetidas veces de la afectividad masculina en conjunto con la “caridad pastoral”. El amor que un seminarista o sacerdote muestra a Nuestra Señora al pie de la cruz es exactamente eso, caridad, la forma más grande de amor, pero debe ser una encarnación masculina de ello. La caridad pastoral es donde el eros desordenado de un hombre se ordena en un ágape célibe al cuidar de la Iglesia y de un alma en concreto.
Los seminaristas y sacerdotes deben ser ayudados a orar desde el corazón. Una sugerencia inicial es motivarles a rezar el rosario usando la aplicación ignaciana de los sentidos que ayuda a comprometer el corazón de quien reza. La Hermana Mary Timothea Ellior, RSM ofrece una idea sobre cómo rezar como María: guardando la palabra de Dios tenazmente, ponderarla con otras palabras, aplicarla a las situaciones de la vida, y madurar en la palabra. [13] Un buen modo de orar con el corazón se enseña en el Instituto para la Formación Sacerdotal por medio de una frase célebre, “Reza como pirata” [14] Un pirata dice “Arrr!”, lo cual forma un acrónimo de “reconocer, relacionar, recibir, responder”. Reconocer significa ser real y honesto en la oración. Relacionar significa estar en relación de lucha con lo que esté ahí, comprometerse con el Señor, estar presente para Él. Recibir significa dejarle a Él la libertad para hacer lo que desee. Responder quiere decir que, habiendo recibido de Él, uno tiene la habilidad para responderle desde el amor. Rezar de este modo ayuda a cultivar la honestidad en la oración y ayuda a uno mismo a practicar el don de sí en sinceridad.
Parte de rezar desde el corazón es rezar con la Virgen María, no como una idea, sino como mujer. Como hombres y sacerdotes necesitamos desarrollar una relación afectiva con ella y dejarla ayudarnos a sintonizar con su corazón. Al leer a San Luis María de Montfort, creo que en realidad, esto es lo que él estaba buscando alcanzar. Su espiritualidad no es simplemente un sentimentalismo emotivo, sino aprender a modelar el propio corazón con el de María. Su espiritualidad es una espiritualidad de sintonización. Este importante trabajo espiritual sobre aprender a amar con el corazón y de darse realmente a sí mismo en la oración ayudará a construir un hábito de darse a uno mismo en el ofrecimiento en la Santa Misa, de entrar al fuego del calvario con los brazos abiertos.
Como formadores humanos y espirituales, debemos buscar entrar profundamente en este misterio nosotros mismos, y después, con amor, lanzar a estos maravillosos y futuros sacerdotes en el misterio, para ayudarles a lucharlo y asimilarlo, para dejar que el fuego del calvario penetre en las profundidades de sus corazones y, finalmente, encarnar este misterio. Así, un sacerdote puede entonces entrar en la realidad esponsal y paternal con todo el eros de su corazón masculino y elevarlo a un ágape célibe.
El misterio transformado: La Santa Misa en Éfeso
No puedo abandonar la escena al pie de la cruz que revela el rol de la Virgen en el amor esponsal y paternal del sacerdote célibe, sin describir otra escena. Esta escena llegó a mí uno de esos días en los cuales no me emocionaba ser sacerdote y rezaba reticentemente. Comenzó con la escena de la cruz, pero la escena se trasladó, en cierto punto, a un evento más tardío. Fue en Éfeso, y San Juan estaba preparándose para ofrecer la Misa. María estaba ahí con él. Tengan paciencia conmigo si algún anacronismo se mete en la meditación. Ella le ayudaba a revestirse, primero el amito, alba, cíngulo, etc. Sus dedos aseguraban que todo se lo ponía bien. Puedo imaginar los ojos de los dos encontrándose. Nada se necesitaba decir, especialmente cuando ella levanta la estola para ponérsela a él. Ambos sabían de dónde venía el poder generativo simbolizado en la estola. Puedo ver la satisfacción en los ojos de la Virgen viéndolo como sacerdote, un hombre que era real y totalmente su hijo. La felicidad y el amor en sus ojos lo hace grande y confidente para ir a ofrecer este sacrificio en el que su amor esponsal y paternal se confirma una vez más y se hace fructífero. Creo que éstas pueden ser escenas fecundas para cualquier sacerdote, para que pueda reflexionarlo cada vez que va y ofrece la Misa; la presencia femenina de la Virgen al pie de la cruz y antes de Misa en Éfeso.
Conclusión
Mi intención no es ofrecer una investigación deductiva y una prueba que responda al reto contemporáneo y la condición perene del amor esponsal y paternal del sacerdote célibe. Lo que sí ofrezco es una convicción que sale del interior de que la respuesta a la condición perenne de la masculinidad del sacerdote célibe se basa en la profundidad de este misterio – el abrazo puro del apóstol a la Madre de Dios en el calvario.
Esto no es una piedad mariana cubierta de azúcar. Es una piedad mariana tan real que sacará astillas, hará derramar lágrimas e incluso lanzará una lanza justo al corazón del sacerdote. Es una piedad mariana para verdaderos hombres.
Sugiero que este misterio se quede en el centro de la vida de cada sacerdote, sea capaz de reconocerlo como tal o no. Algunos sacerdotes se van, hacen mal uso de su sexualidad, o se refugian en otras cosas porque no pueden entregarse a, o abrazar este misterio. Es el misterio de su masculinidad y la cruz. La Virgen María está ahí para recordárselos y ayudarles a llevarlo a un nuevo nivel de realización como esposo y padre.
El único modo en que el sacerdote puede superar la cruz es acogiendo a la Virgen en su sufrimiento. A través de su amor femenino el sacerdote célibe puede convertirse en esposo para la Iglesia y padre espiritual para todos. Y de lo profundo de su masculinidad el sacerdote puede decir “ya no soy yo quien vive, sino que es Cristo quien vive en mí” (Gal 2:20)
Este ensayo fue publicado originalmente en Sacrum Ministerium 15:1 (2009):149-164, y ha sido publicado en ignatiusinsight.com con permiso de su autor.
En Amor Seguro consideramos muy importante su difusión en español, es por eso que lo hemos traducido para que llegue al mayor número de sacerdotes.
Notas finales:
[1] This article originated as a presentation at the Marian Symposium for the Bicentennial Celebration of Mount Saint Mary Seminary, Emmitsburg, Maryland (USA), 9 October 2008. I am grateful to Dr. Aaron Kheriaty, MD, Deacon Theodore Lange, and Fr. Jerome Young, OSB, for their helpful comments on earlier drafts.
[2] I began an exploration of this topic of the spousal and paternal dimensions of priestly identity in an earlier article, cf. Cihak, John. «The Priest as Man, Husband and Father,» Sacrum Ministerium 12:2 (2006): 75-85.
[3] Attention is focused on the area of human and spiritual formation since they figure most prominently in Pastores dabo vobis (John Paul II, Post Synodal Apostolic Exhortation Pastores dabo vobis, 25 March 1992, nn. 43-50), and where the greatest need in seminary formation still exists.
[4] Benedict XVI, Encyclical Letter Deus caritas est, 25 December 2005, especially nn. 3-18.
[5] Perhaps the most well known passage from Pastores dabo vobis, n. 43.
[6] Cf. Catechism of the Catholic Church, nn. 371-372.
[7] These are insights especially developed by Hans Urs von Balthasar in his theological anthropology, for example in his Wenn ihr nicht werdet wie dieses Kind (repr. 2, Einsiedeln-Freiburg: Johannes Verlag, 1998);Unless you become like this Child, trans. Erasmo Leiva-Merikakis (San Francisco: Ignatius Press, 1991); and his essay «Bewegung zu Gott,» Spiritus Creator: Skizzen zur Theologie, vol. III (Einsiedeln: Johannes Verlag, 1967); «Movement Toward God,» Explorations in Theology, vol. III: Creator Spirit, trans. Brian McNeil, CRV (San Francisco: Ignatius Press, 1993), 15-55.
[8] Acta Ecclesiae Mediolanensis, Pars II, 20 April 1584, 347. [Trans. Gerard O’Connor]
[9] Cf. Vitz, Paul, «Psychology in Recovery,» First Things 151 (2005), pp. 17-21.
[10] Cf. Climacus, St. John. The Ladder of Divine Ascent in The Classics of Western Spirituality (Mahwah: Paulist, 1982); de Sales, St. Francis. Introduction to the Devout Life, trans. John Ryan (New York: Doubleday, 1989); Scupoli, Lorenzo. The Spiritual Combat, trans. William Lester (Rockford: TAN, 1990).
[11] Cf. Ainsworth, Mary, Patterns of Attachment: A Psychological Study of the Strange Situation (Mahwah: Erlbaum, 1978); Bowlby, John. A Secure Base: Parent-Child Attachment and Healthy Human Development (New York: Basic Books, 1990); Greenspan, Stanley, Building Healthy Minds: The Six Experiences That Create Intelligence and Emotional Growth in Babies and Young Children (Cambridge: Da Capo Press, 2000); The Growth of the Mind: And the Endangered Origins of Intelligence (Cambridge: Da Capo Press, 1998); Siegel, Daniel, The Developing Mind: Toward a Neurobiology of Interpersonal Experience (New York: Guilford, 1999); Stern, Daniel, The Interpersonal World of the Infant: A View from Psychoanalysis and Developmental Psychology (New York: Basic Books, 2000).
[12] Cf. Congregation for Education. Instruction Concerning the Criteria for the Discernment of Vocations with regard to Persons with Homosexual Tendencies in view of their Admission to Seminary and Holy Orders, 2005.
[13] Elliott, Mary Timothea. «Mary – Pure Response to the Word of God,» presentation at the Marian Symposium for the Bicentennial Celebration of Mount Saint Mary Seminary, 8 October 2008.
[14] In my view, the Institute for Priestly Formation, under the direction of Fr. Richard Gabuzda and Fr. John Horn, SJ, is currently doing some of the best work in the United States on the spiritual and human development of seminarians and diocesan priests.
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