Leyendo el libro de George Weigel, La elección de Dios, no puedo dejar de compartirles esto, a unos días de que inicie en Madrid la Jornada Mundial de la Juventud.
LeerLeyendo el libro de George Weigel, La elección de Dios (que recomendamos en la sección de libros), no puedo dejar de compartirles esto, a unos días de que inicie en Madrid la Jornada Mundial de la Juventud:
«Si algo parecía estar claro en 1978 era que a los jóvenes de todo el mundo, y en particular a los de Occidente, simplemente les interesaba lo que el catolicismo pudiera ofrecerles. No estaba tan claro para Karol Wojtyla, sin embargo. Para cuando asumió el papado, llevaba treinta años siendo un «flautista de Hamelin para los jóvenes»; a los que había conocido cuando ellos eran estudiantes en la Polonia de la era estalinista y él era un capellán universitario recién ordenado – los estudiantes le llamaban Wujek (tío) y a los que el llegó a llamar «mi Srodowisko» [mi ambiente] – no eran esencialmente distintos a los jóvenes de finales del siglo XX, de eso estaba convencido. Las ansias, las aspiraciones, temores y perplejidades de la adolescencia y de la temprana edad adulta seguían siendo las mismas. Siempre había considerado que esta edad era un período privilegiado de la vida, un tiempo en el que empieza a cuajar una genuina personalidad humana; entendía que la Iglesia debía estar presente ante esas vidas jóvenes en esos momentos cruciales de la maduración y el discernimiento vocacional; Dios era quien inspiraba en ellos las preguntas «¿quién soy?» y «¿qué se supone que debo ser?», y la Iglesia debía de comprometerse con las personas que se están planteando esas cuestiones fundamentales sobre su identidad y su finalidad. Las personas tradicionalmente encargadas de gestionar los asuntos papales – y parece probable que también la mayor parte de los obispos del mundo – le dijeron que no perdiese el tiempo, que era imposible. Pero él no estaba de acuerdo, y con la puesta en marcha de las Jornadas Mundiales de la Juventud, que atrajeron a millones de jóvenes procedentes de todo el mundo a un encuentro con Cristo, con los demás jóvenes allí presentes, y con el Papa, creó una de las novedades que constituyen la marca de la fábrica de su pontificado.
Su magnetismo para con los jóvenes no se desvaneció con el tiempo, y una y otra vez se planteó la pregunta: ¿cómo lo ha hecho? Las personas que se sentían de vuelta de todo, los cínicos o los que simplemente no podían imaginar que existiese ninguna otra respuesta pretendieron despreciarlo achacándolo a la fascinación de los jóvenes hacia todo lo famoso. Pero conforme pasaban los años y el Papa iba haciéndose más viejo, más lento y más encorvado, y a medida que se hacía más difícil entenderle, en realidad no tenía parecido alguno con ningún otro famoso de moda. La verdad estaba en otro lugar. Juan Pablo II siguió siendo inmensamente atractivo para los jóvenes, hasta el día de su muerte, por dos razones. Era un hombre de una integridad transparente, lo cual es algo en sí mismo atractivo para los jóvenes, que tienen el olfato muy agudo para la hipocresía. Juan Pablo II nunca pidió a ningún joven que hiciese nada que no hubiese hecho antes, o que se enfrentase con ningún dilema espiritual con el cual no se hubiese ya enfrentado; los jóvenes se daban cuenta de eso y lo agradecían. Y a partir de ahí les planteaba su reto. Juan Pablo II sabía, por su labor con los estudiantes en Polonia, que la adolescencia y los primeros años de la edad adulta son por su naturaleza momentos para soñar a lo grande, incluyendo sueños heroicos y dramáticos. Ése fue el reto que planteó en las Jornadas Mundiales de la Juventud en Roma, Buenos Aires, Santiago de Compostela, Czestochowa, Denver, Manila, Paris y Toronto: nunca os conforméis con menos que la grandeza espiritual y moral de la cual, con la gracia de Dios, sois capaces. No os malvendáis. Si lo hacéis, fracasaréis. Y es no es el motivo para bajar el nivel de vuestras expectativas. Levantaos, sacudíos el polvo, buscad el perdón y la reconciliación y volved a intentarlo. Ése es el drama de la vida espiritual. Vividlo.
Y acudieron.»
Wiegel, George | La elección de Dios, páginas 53 y 54